Cuando sufres un accidente y despiertas tumbado en una cama,
el mundo cae sobre ti: en todo su peso, en toda su grandeza. La realidad te
atrapa y te golpea, te muerde como un perro salvaje que no ve más allá de tu
carne blanda.
Poco a poco, el tiempo pasa. Tus ojos se acostumbran a
volver a ver; tu cabeza, a volver a pensar; tu ser, a volver a vivir. Y
empiezas a vivir, aún a sabiendas de que eso no es vida. Estás sedado, y el
mundo deja de ser una maza para convertirse en una sucesión de diapositivas.
Eres como si no fueras. Tu cuerpo sangra, tus heridas supuran, tu salud flojea,
tú sufres. Pero sufres a lo lejos, sin comprender, sin querer saber. “Estoy
enfermo”, te dices, y llegas a sentirte cómodo en ese estado.
Más poco a poco, empiezas a curarte. Algunos días pareces
estar bien, y otros vuelves a decaer, pero aún vives en ese mundo ajeno, en el que
sabes que tienes dolor, pero en el que no llegas a sentirlo. Va desapareciendo
la sedación, y te haces cada vez más consciente de lo que te sucede, y de cómo
te sucede. Llega un momento en el que has de enfrentarte de nuevo al mundo: tus
heridas siguen abiertas y, aunque se estén curando, empiezas a sentir realmente
el dolor. Estás incómodo, te sientes mal. Más que hace una semana, más que hace
un mes. Tu cuerpo está más sano, pero tu incomodidad es mayor.
Cuando empiezas a rehabilitarte, cada paso supone más dolor.
Cada momento conlleva nuevos riesgos. Te sientes tan cansado al comenzar como
el terminar, y en ocasiones te sientes tan cegado que no puedes ver el
resultado. Tus heridas se están cerrando, pero te invade la rabia.
"Yo no merezco estar así", dices.
"Yo no quiero estar así", piensas.
"Yo no merezco estar así", dices.
"Yo no quiero estar así", piensas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario